El Despotismo del Siglo XXI, ni divino, ni ilustrado.
Publicado en Adiante Galicia: Artículo.
El XVIII es el denominado Siglo de las Luces. Existe una concomitancia entre los historiadores al considerarlo como la más próspera de las centurias desde la Caída del Imperio Romano por ser, en general, un período de paz en el cual aparece la Ilustración como movimiento intelectual; un nuevo orden que solo tuvo parangón en la Grecia Clásica con el desarrollo de la filosofía y la democracia.
Pero lo más sorprendente es que esta corriente toma el suficiente brío como para que los Voltaire, Diderot, D´Alembert, Rouseau, Montequieu, Hume, Adan Smith, Toqueville, Jovellanos, etc… consigan transmitir esos valores a las élites gobernantes, y aunque éstas acabaron pervirtiendo algo ese espíritu de progreso con su Despotismo Ilustrado, por lo menos procuraron entender a los conspicuos de su época, impregnar de cultura a sus respectivas cortes y guiar sus acciones de gobierno por la virtud de la razón.
Cada Estado dieciochesco encumbró a su propio representante despótico, por ejemplo Austria a José II o Prusia a Federico II, y qué decir de Catalina La Grande, un oasis de erudición en una Rusia feudal. También España acuñaría su efigie ilustrada, encarnada en el Borbón, Carlos III.
Todos se esforzaron multidisciplinarmente con el propósito de aparecer ante sus súbditos como gobernantes probos, aunque no lo necesitaran porque su poder estaba asegurado de cuna. Todos ellos se agenciaron a algunos de los sabios de su tiempo para sus cortes, al estilo de Dionisio II de Siracusa, por ejemplo Catalina de Rusia mantuvo una intensa relación epistolar con Voltaire, llegando a comprarle su afamada biblioteca.
Eso sí, todos tomaron el decálogo de la Ilustración tan solo parcialmente, con la irrenunciable premisa de la teoría política bodiniana sobre la procedencia del poder, de origen divino, y del Levithan de Thomas Hobbes en lo que se refiere a la legitimación del mismo, que eran precisamente los axiomas sobre los que se afianzaba el reinado absolutista.
“Acabemos con la superstición, promovamos el laicismo, creamos en la ciencia, impartamos conocimiento, veamos las cosas de forma racional, ayudemos a la sociedad a procurar la verdadera felicidad”, pero eso sí, todo dirigido por un ente, que bajo ningún concepto cae en la vil tiranía, ¿porque cómo puede un padre protector bienintencionado y sabio perjudicar a sus criaturas? El denominado, “todo por el pueblo, para el pueblo, pero sin el pueblo” en el fondo no parecía pernicioso para ese pueblo.
Se dice que Carlos III, ante la ausencia de higiene de los madrileños, elucubró con una ley que les obligase a tomar un baño con cierta frecuencia. No sabemos si esta anécdota forma parte de su leyenda blanca, pero en todo caso, a mi me recuerda, y lo digo con ironía, claro está, a esa preocupación paternalista de esta clase política actual, que para protegernos del coronavirus promulgan leyes que nos confinan a salvo en nuestros hogares a partir de las fatídicas 23,00 h., momento en el cual, el COVID, cuan las vainas de los Ladrones de Cuerpos, sale a la calle para introducirse en nuestros impávidos organismos.
Un poco de retranca gallega nunca viene mal para afrontar situaciones de impotencia ante lo que supone el mayor despropósito de la historia reciente de España y de Europa en general, si bien no de forma tan acusada y melodramática como en nuestro país.
Volviendo al Siglo de las Luces, reseñar que Catalina era una mujer extremadamente culta y aunque su reinado se debatió en la incongruencia de intentar compatibilizar un pensamiento liberal con un estatus legitimador muy autoritario, también podemos decir, que a pesar de estas contradicciones, esta dama emprendió un programa de modernización y occidentalización capital para Rusia, hasta el punto de este Estado desembarcó como una potencia en el siglo XIX. O sea, que la cultura y el reformismo fue, en este caso, garantía de éxito.
Ahora, si me permiten, me voy más atrás en el tiempo para recuperar la obra del filósofo hindú Kautilya, “El Arthasatra” o rey ideal, de virtudes morales entre las que pone como primera e inexcusable, la sabiduría. La idea central de esta obra replicaría en “La República” de Platón o en “El Príncipe” de Maquiavelo y parte de la base de que el gobernante debe estar por encima intelectualmente de aquellos a los que dirige y poseer un amplio conocimiento del entorno que gobierna y de la cultura universal. Por ejemplo, un alto grado cultural, suele inmunizar contra los fanatismos ideológicos, los excesos nacionalistas y el fundamentalismo religioso, y de hecho, los gobernantes con mejor prensa histórica son aquellos que, como Catalina, atesoraban ese “don” y practicaban la sofocracia: Salomón, Solón, Pericles, Adriano, Marco Aurelio, Justiniano, Alfonso X el Sabio, Lorenzo de Medici o los propios Ilustrados, si bien es cierto que la exclusiva contemplación, racionalidad o exceso de intelectualidad en el mandato puede llevar al desastre y sino que se lo pregunten al emperador bizantino Miguel Doukas Paparinakeos.
¡Pero hombre!, ni tan docto como el desdichado Doukas, ni tan iletrado como lo que sufrimos hoy. A la vista está el escaso nivel cultural de los dirigentes de la política actual (en general), y hablo de las altas esferas, hasta el punto de que el denominador común de muchos de ellos es su zafiedad, que solo disimulan sus minuciosos curriculums hasta que se expresan en tribuna o sueltan algún fútil tuit.
Además hacen gala de esa misma ausencia de gnosis con el propósito de eludir cualquier responsabilidad. Ante todo lo impopular o ante el ensayo - error, se excusan con que sus decisiones fueron tomadas bajo la consulta de comités de expertos o de asesores.
Frente al Siglo de las Luces, vivimos en el Siglo de las Tinieblas, con una clase política incapaz de conocer la dialéctica de la historia o que carece de las mínimas nociones de lo que significa representar a un Estado de Derecho.
A esta generación política se le ha presentado la ocasión COVID que no es una tesis bodiniana justificadora sobre la procedencia divina de la autoridad pero que sirve de excusa para dotarse de poderes plenipotenciarios, para hacer y deshacer a su antojo, por encima de las Cartas Magnas, de los derechos civiles, de las libertades individuales, de las Instituciones del Estado, de cualquier contrapeso democrático y de la voluntad popular, que ahora vuelve a quedar supeditada al Leviathan, al “todo para el pueblo, por el pueblo pero sin el pueblo”, solo que estos nuevos dirigentes no son aquellos Déspotas Ilustrados del XVIII, cultos, parternalistas y bienintencionados en el fondo, sino profesionales de la partitocracia, nacidos en la cultura de la supervivencia y expertos en la escalada hacia el dominio, primero de sus congéneres de partido, y después, cuando llegan al poder, pervirtiéndolo todo a su paso. Es su soma, no vienen de cuna como los Ilustrados del XVIII, se han hecho a sí mismos en un hábitat hostil, en el que consideran que peligran sino controlan, por eso en su afán de someter las instituciones, las acaban pisoteando y destruyendo.
En definitiva, son progenitores, y a la vez descendientes, de un sistema caustico para la libertad y la prosperidad. Pero es que además, el déspota del siglo XXI ni siquiera es culto, lo cual reduce la expectativa de éxito a la mínima expresión.
Que humillante es para cualquier pueblo sufrir un despotismo que ni es divino, lo sería si respetase aquello que lo engendró, la democracia, y lo peor, ni siquiera es ilustrado.
Pero lo más sorprendente es que esta corriente toma el suficiente brío como para que los Voltaire, Diderot, D´Alembert, Rouseau, Montequieu, Hume, Adan Smith, Toqueville, Jovellanos, etc… consigan transmitir esos valores a las élites gobernantes, y aunque éstas acabaron pervirtiendo algo ese espíritu de progreso con su Despotismo Ilustrado, por lo menos procuraron entender a los conspicuos de su época, impregnar de cultura a sus respectivas cortes y guiar sus acciones de gobierno por la virtud de la razón.
Cada Estado dieciochesco encumbró a su propio representante despótico, por ejemplo Austria a José II o Prusia a Federico II, y qué decir de Catalina La Grande, un oasis de erudición en una Rusia feudal. También España acuñaría su efigie ilustrada, encarnada en el Borbón, Carlos III.
Todos se esforzaron multidisciplinarmente con el propósito de aparecer ante sus súbditos como gobernantes probos, aunque no lo necesitaran porque su poder estaba asegurado de cuna. Todos ellos se agenciaron a algunos de los sabios de su tiempo para sus cortes, al estilo de Dionisio II de Siracusa, por ejemplo Catalina de Rusia mantuvo una intensa relación epistolar con Voltaire, llegando a comprarle su afamada biblioteca.
Eso sí, todos tomaron el decálogo de la Ilustración tan solo parcialmente, con la irrenunciable premisa de la teoría política bodiniana sobre la procedencia del poder, de origen divino, y del Levithan de Thomas Hobbes en lo que se refiere a la legitimación del mismo, que eran precisamente los axiomas sobre los que se afianzaba el reinado absolutista.
“Acabemos con la superstición, promovamos el laicismo, creamos en la ciencia, impartamos conocimiento, veamos las cosas de forma racional, ayudemos a la sociedad a procurar la verdadera felicidad”, pero eso sí, todo dirigido por un ente, que bajo ningún concepto cae en la vil tiranía, ¿porque cómo puede un padre protector bienintencionado y sabio perjudicar a sus criaturas? El denominado, “todo por el pueblo, para el pueblo, pero sin el pueblo” en el fondo no parecía pernicioso para ese pueblo.
Se dice que Carlos III, ante la ausencia de higiene de los madrileños, elucubró con una ley que les obligase a tomar un baño con cierta frecuencia. No sabemos si esta anécdota forma parte de su leyenda blanca, pero en todo caso, a mi me recuerda, y lo digo con ironía, claro está, a esa preocupación paternalista de esta clase política actual, que para protegernos del coronavirus promulgan leyes que nos confinan a salvo en nuestros hogares a partir de las fatídicas 23,00 h., momento en el cual, el COVID, cuan las vainas de los Ladrones de Cuerpos, sale a la calle para introducirse en nuestros impávidos organismos.
Un poco de retranca gallega nunca viene mal para afrontar situaciones de impotencia ante lo que supone el mayor despropósito de la historia reciente de España y de Europa en general, si bien no de forma tan acusada y melodramática como en nuestro país.
Volviendo al Siglo de las Luces, reseñar que Catalina era una mujer extremadamente culta y aunque su reinado se debatió en la incongruencia de intentar compatibilizar un pensamiento liberal con un estatus legitimador muy autoritario, también podemos decir, que a pesar de estas contradicciones, esta dama emprendió un programa de modernización y occidentalización capital para Rusia, hasta el punto de este Estado desembarcó como una potencia en el siglo XIX. O sea, que la cultura y el reformismo fue, en este caso, garantía de éxito.
Ahora, si me permiten, me voy más atrás en el tiempo para recuperar la obra del filósofo hindú Kautilya, “El Arthasatra” o rey ideal, de virtudes morales entre las que pone como primera e inexcusable, la sabiduría. La idea central de esta obra replicaría en “La República” de Platón o en “El Príncipe” de Maquiavelo y parte de la base de que el gobernante debe estar por encima intelectualmente de aquellos a los que dirige y poseer un amplio conocimiento del entorno que gobierna y de la cultura universal. Por ejemplo, un alto grado cultural, suele inmunizar contra los fanatismos ideológicos, los excesos nacionalistas y el fundamentalismo religioso, y de hecho, los gobernantes con mejor prensa histórica son aquellos que, como Catalina, atesoraban ese “don” y practicaban la sofocracia: Salomón, Solón, Pericles, Adriano, Marco Aurelio, Justiniano, Alfonso X el Sabio, Lorenzo de Medici o los propios Ilustrados, si bien es cierto que la exclusiva contemplación, racionalidad o exceso de intelectualidad en el mandato puede llevar al desastre y sino que se lo pregunten al emperador bizantino Miguel Doukas Paparinakeos.
¡Pero hombre!, ni tan docto como el desdichado Doukas, ni tan iletrado como lo que sufrimos hoy. A la vista está el escaso nivel cultural de los dirigentes de la política actual (en general), y hablo de las altas esferas, hasta el punto de que el denominador común de muchos de ellos es su zafiedad, que solo disimulan sus minuciosos curriculums hasta que se expresan en tribuna o sueltan algún fútil tuit.
Además hacen gala de esa misma ausencia de gnosis con el propósito de eludir cualquier responsabilidad. Ante todo lo impopular o ante el ensayo - error, se excusan con que sus decisiones fueron tomadas bajo la consulta de comités de expertos o de asesores.
Frente al Siglo de las Luces, vivimos en el Siglo de las Tinieblas, con una clase política incapaz de conocer la dialéctica de la historia o que carece de las mínimas nociones de lo que significa representar a un Estado de Derecho.
A esta generación política se le ha presentado la ocasión COVID que no es una tesis bodiniana justificadora sobre la procedencia divina de la autoridad pero que sirve de excusa para dotarse de poderes plenipotenciarios, para hacer y deshacer a su antojo, por encima de las Cartas Magnas, de los derechos civiles, de las libertades individuales, de las Instituciones del Estado, de cualquier contrapeso democrático y de la voluntad popular, que ahora vuelve a quedar supeditada al Leviathan, al “todo para el pueblo, por el pueblo pero sin el pueblo”, solo que estos nuevos dirigentes no son aquellos Déspotas Ilustrados del XVIII, cultos, parternalistas y bienintencionados en el fondo, sino profesionales de la partitocracia, nacidos en la cultura de la supervivencia y expertos en la escalada hacia el dominio, primero de sus congéneres de partido, y después, cuando llegan al poder, pervirtiéndolo todo a su paso. Es su soma, no vienen de cuna como los Ilustrados del XVIII, se han hecho a sí mismos en un hábitat hostil, en el que consideran que peligran sino controlan, por eso en su afán de someter las instituciones, las acaban pisoteando y destruyendo.
En definitiva, son progenitores, y a la vez descendientes, de un sistema caustico para la libertad y la prosperidad. Pero es que además, el déspota del siglo XXI ni siquiera es culto, lo cual reduce la expectativa de éxito a la mínima expresión.
Que humillante es para cualquier pueblo sufrir un despotismo que ni es divino, lo sería si respetase aquello que lo engendró, la democracia, y lo peor, ni siquiera es ilustrado.
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